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Con la promesa de un evento fantástico, y con la casual idea de una película de ficción, el espectador se acerca a la obra de Lisandro Duque para encontrarse con la realidad misma camuflada en los juegos de la imaginación. Sin los artificios ni las convenciones propias del género, Los niños invisibles se recrea en una historia de tres colegiales que aprovechan sus vacaciones para alcanzar el milenario sueño de ser invisibles.
El motor que motiva la arriesgada empresa, y que los obliga además a incursionar en la brujería, es el deseo de Rafaelito por espiar, husmear y oler a su vecina Marta Cecilia. Un deseo inocente y cándido, lejos de cualquier asomo de perversión, pero con la ferviente obsesión de lo desconocido.
Para lograr ser incorpóreos y camuflarse en los recovecos de las casas, pegarle los más grandes sin que se den cuenta, copiar en los exámenes de escuela, y por supuesto, ver mujeres desnudas, los niños deben seguir todas las indicaciones de un manual de magia negra que vende un culebrero. Personaje criollo y pintoresco como los demás que tejen la historia, con o sin protagonismo, pero con la gracia natural de una actuación libre, y ceñida a las maneras de un pueblo humilde y bucólico. Y este escenario, coherente con el relato, soporta la trama de manera verosímil y con la presteza propia de las películas de Lisandro Duque.
Hay también en el paisaje, un sutil aire de Fellini. Y esta semejanza aparece desde el cuadro mismo que enmarca la pieza: un pueblo con puerto, una comunidad cercana, un grupo de niños, y hasta la figura de la mujer lasciva que se exhibe con encanto, así, como la Volpina de Amarcord. Una compilación de minucias que evocan al maestro italiano, pero que reconocen también al gran director nacional como un compositor de la imagen y la narrativa.
Los personajes, que se funden en la atmósfera con absoluta ligereza, están configurados con precisión, lejos de la hipérbole de los estereotipos, y adaptados al desarrollo de la trama sin esfuerzos de guión. Las madres devotas y de oficios caseros, el padre acusador, y un barbero comunista, van revoloteando por la película para acomodarse, sin intervenir, en el proyecto de Rafaelito y sus amigos.
De los niños invisibles, basta decir que es una reconciliación con la cinematografía del país, que no se inmiscuye en la violencia y que abandona los ejes temáticos que han direccionado tantas películas colombianas. Es una propuesta original, entretenida, divertida, y con los ingredientes necesarios para lograr una armonía casi perfecta entre la cámara y el espectador.
Cómo se llama el cargo del personaje que asume con aire de profesionalismo el rol de Cosiaca. Cuál es el título que debe adornar la oficina de un culebrero formal. Me lo pregunte con nostalgia y con la espalda curva por la desazón, cuando veía como se desmoronaba la esperanza de mis padres por el sucio engaño mercantil.
En un práctica aparentemente legal, fuimos arrastrados a una lujosa oficina en un lujoso edificio del poblado para participar de la rifa de un automóvil último modelo. La desbordada confianza en la oferta la respaldaba el nombre de una prestigiosa empresa que nos convocaba al sorteo, las estaciones de combustible ESSO, una entidad que ha demostrado, y nos ha demostrado porque conocemos a los ganadores, que sí se materializan los premios de sus promociones públicas.
Pues bien, con el optimismo alimentado por las dulzonas palabras de la promotora, cada miembro de esta sagrada familia colombiana, ingenua por herencia nacional, se despojó de sus trabajos, horarios y compromisos para asistir a la cita.
La primera pista fue el inequívoco letrero que colgaba en la salita de espera, muy diferente al de la marca que nos convocó por teléfono, que es bastante popular y con una imagen corporativa lo suficientemente definida como para saber que estábamos en el lugar equivocado. La cuestión aquí, es saber sí la reconocida empresa de estaciones de servicio participa de este engaño, o si desconoce que su nombre comercial es utilizado abiertamente por esta organización para atraer nuevos usuarios.
La segunda pista fue la cara de desconsuelo de las personas que salían de la oficina, y la tercera, la diligente atención y amabilidad del hombre que nos recibía, tan exagerado en sus formas y con esa sonrisa cansada de quien ha gastado la cortesía en un tráfico de eventuales clientes.
Finalmente, y como ya nos había ocurrido antes, la rifa resultó ser el artífice seductor para sentarnos frente a un escritorio y escuchar las ofertas de viajes, cruceros, hoteles, excursiones, y paquetes turísticos que vende la firma. Sion, que así se llama la compañía que tiene por estrategia de mercadeo la mentira y la estafa.
Y no niego que las cajas fuertes y el jueguito de números resulte exitoso para alguien, y que eventualmente regalen un carro, pero denuncio con enojo, y sobretodo con ese nudo en el estomago que le produce a uno la tristeza y el desconsuelo de los padres, la publicidad engañosa y el juego de palabras encantadoras que nos elevan a nosotros, los ilusos, por los caminos de la viciada suerte.
Finalmente no sé como se llama ese oficio. Creo que es vendedor.
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Un abuelo con demencia senil, una familia desaparecida por el oleaje de violencia nacional, la pobreza absoluta, y la ausencia total de cualquier asomo de amor, hacen de este personaje protagonista el epítome de la tristeza y la desolación. Marina es la mujer sombra que asume el rol principal de la ópera prima de Carlos Gaviria. Y tal es su personificación en la gran pantalla, que le valió a Paola Baldión el premio a mejor actriz en el Festival Internacional de Guadalajara.
Es, su papel en la película, la ubicuidad del dolor, y su mirada, la verdadera protagonista. Con un parlamento reducido a unas cuentas palabras, la actuación de Baldión está en sus ojos. Ojos cansados, ceñidos a la curvatura de la pena y abiertos siempre en la proyección del recuerdo, porque de eso se trata la obra, la abstracción de un tiempo pasado, los flash back de momentos felices en un paisaje costero, y la punzada dramática que irrumpe con la tranquilidad. Es la historia pues de los desplazados, de la Colombia exiliada de sí misma, de los retratos de un mar mentiras.
Enmarcada en una road movie, la trama se teje entre la búsqueda de unas tierras abandonadas y la relación entre dos primos, Jairo y Marina, antítesis por excelencia. Él (Julián Román) exquisito en todas sus formas de representación, de entonación rola y melosa, traje ordinario, y tan popular como sólo los colombianos podemos ser, es un fotógrafo ambulante que emprende el viaje para reclamar una herencia lejana. Entonces se va dibujando un país rural por la línea que traza su Renault 4 naranja, las carreteras militarizadas, bordeadas por cambuches humildes, cultivos agrícolas y cruce de balas. Es en definitiva una radiografía de la patria.
Cada escena del recorrido parece un símil del paseo familiar promedio, atravesado por los baños de río, las emisoras de pueblo, pero sobretodo por las conversaciones casuales que se van formando en cada estación. Y gracias al cielo Carlos Gaviria se considera un buen dialoguista, porque el monólogo de Jairo en oposición al silencio de Marina sería insoportable sino fuera tan ligero y preciso.
Finalmente, más allá de los pintorescos personajes, está el transfondo de la realidad que los motiva, una situación de desplazamiento forzado y los daños perennes en la vida que les sigue. Para Marina fue un estrés postraumático que trajo a la pantalla unos personajes cenizos y fantásticos, los muertos que fue dejando la guerra, y que se iban colando en las escenas para burlarlos o conmovernos. Un recurso arriesgado pero ciertamente valioso.
Retratos de un mar de mentiras es una película cumbre del cine colombiano, no por romper con los ejes temáticos de nuestra cultura elevados al séptimo arte, sino porque se acerca al conflicto desde la intimidad de las victimas, y le concede al espectador un poco de ese dolor.
Esto es lo que sucede cuando tres grandes del séptimo arte se prestan a la tarea de hacer un mediometraje (o cortometraje, según su escuela teórica) sobre la gran ciudad de Tokio.
Interior Design
Siempre un homenaje a los soñadores, sí, a los hombres que todavía caminan con los ojos crispados por la imaginación, y que habitan esos escenarios fantásticos de lo onírico o del recuerdo. Tal como en la Ciencia de los sueños o en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Michel Gondry sigue dibujando personajes que tienen los pies en la tierra pero la cabeza en el aire. En este segmento de la película Tokyo!, que sigue la línea estructural de otras cintas fragmentadas por cortos, Gondry retrata una pareja nómada que busca apartamento en la gran capital. Él, un cineasta idealista, y ella. Ella. Un personaje real y rutinario, que no necesita de los artificios ni los melodramas de Hollywood para definirse en una situación de desconsuelo y vacío, así, sin más, sólo andando por la película con su vida a cuestas. Y como me gusta su cara, un rostro que al fin logro distinguir en medio de esa extraña similitud que vemos los occidentales en todos los asiáticos.
Una historia entretenida, con visos de buen humor, con una fotografía impecable… hasta que al final, a unos cuantos minutos de dar el último corte, aparece Gondry, ahí está, el director que no se basta con una trama lineal para mantener al espectador atento, no, que él lo prefiere extasiado. Entonces pasa algo, algo le pasa a ella, no lo crees, te conmocionas, te ríes, te encanta.
Merde
Entonces uno se puede preguntar si acaso este personaje se exilió de un remake del Grinch. El traje verde, el pelo rojo, los ojos desorbitados, y una canción navideña que se esfuma en el travelling. Pero no. La historia es en verdad original. Así que olvidado el recelo no hay más que el encanto.
Con que gracia asume el actor francés, Denis Lavant, este personaje. Feo hasta la envergadura, feo, no como el protagonista de El perfume, esa película que postuló a uno de los hombres más bellos de Inglaterra para el papel de uno de los hombres más horribles de la literatura alemana.
Merde!
El corto es en definitiva un recorrido excéntrico, algo comedia, algo tragedia, un gusto para los ojos cansados de tantos monstruos prediseñados, para reconocer en su director Leós Carax que la inventiva no se agota, y que todavía hay hombres raros que mastican billetes y comen flores.
Shaking Tokyo
De puertas para adentro. Así termina Tokyo! en un colofón perfecto, en un final que se escabulle de las calles para habitarse en las paredes y los cuartos, ahí donde el mundo es el escenario íntimo, donde la ciudad es la casa de los hikkikomori. En la cueva de un hombre aislado por voluntad, agorafóbico por decisión, con los siempre hábitos rituales de los solitarios, los vicios de la perfección, las costumbres consagradas a las horas y los minutos, allí, es cuando aparece Tokio. Porque al fin hay algo real en la ficción, una problemática tal vez, un fenómeno cultural que define la sociedad japonesa: los hikkikomori. Ellos consagrados a su encierro se retiran del ámbito social para recluirse en sus casas.
Así que este hombre, diez años confinado, diez años sin contacto visual, rompe su pacto con la soledad cuando encuentra la mirada de la repartidora de pizza. Se sigue la historia de amor irrumpida y enlazada por temblores, la búsqueda del contacto humano, de una ciudad ya desolada, que sólo es tal, cuando los hikkikomori salen a la calle azuzados por la convulsión de la tierra.
Sólo un director asiático, el único del grupo, podía exorcizar las entrañas de Japón trazando las filigranas precisas para no caer en la crítica molesta ni en el retrato documental. Bong Joon-ho que ya había destruido a Corea del Sur en su película The Host, destruye ahora a Tokio con un terremoto que lejos de los olajes del cataclismo es la excusa perfecta para hilvanar el amor.